Y ahí estaba, como todos los
días, lamentándome frente al espejo. Miraba aquellos ojos sin emoción, las
notorias ojeras producto de las noches en vela, la barba crecida que rodeaba
aquella boca que hace tiempo no sabía de una sonrisa. El rostro carente de
emoción frente al que me encontraba no hacía nada más que causarme repulsión.
Pensaba si, en algún otro lugar, existiría alguien tan patético y cobarde como
yo. Sentía en mi interior las ganas apremiantes de gritarle a ese tipo que
despertara. Que sacase la voz, que luchara por lo que quería, que viviera.
Sentí compasión de mi mismo. Me
aleje de mi reflejo antes que las lágrimas asomaran, cargadas de
resentimientos. Ya en mi habitación me recosté
e intenté pensar en otra cosa, pero no lo logre. Tal como cada noche mis
pensamientos iban y venían. Cerrando los ojos para intentar dormir me puse a
pensar en lo que me rodeaba, en todo lo que tenía y en la gente a la que
conocía. Suspiré, ya que como siempre de nada me servía. Sentí una brisa de
aire que me hizo reaccionar. La ventana pensé. Me senté en la cama, aún con los
ojos cerrados, dispuesto a ponerme de pie para cerrarla. Puse ambas manos sobre
mi cara y ahogue un bostezo. Abrí los ojos y me encontré en medio de una
pradera, tan grande que se perdía en el horizonte. Con una calma sorprendente
miré a mí alrededor. Alcé la vista al cielo rojizo del atardecer. Respiré
profundamente, sintiendo cómo el aire entraba por mi nariz y viajaba hasta mis
pulmones mientras mi tórax se ensanchaba.
Me agaché para tocar la hierba
bajo mis pies, para sentir el olor a tierra y para darme cuenta de lo real que
era todo. De alguna forma sabía que no era un sueño, pero tampoco era real. Me
senté un momento para intentar pensar, y fue ahí cuando me di cuenta de la
extraña sensación que me invadía. No sentía el peso las obligaciones ni las
deudas, sentía que nada era más importante en ese momento que el simple hecho
de estar sentado ahí. Que no importaba nada cuanto ocurriera. Una extraña
tensión, aunque familiar, surcó mi rostro. Mis pómulos se habían levantado y mi
boca entre abierta dejaba ver mis dientes. Acerqué mis manos a mi rostro para
comprender lo que sucedía. Estaba sonriendo. Por primera vez en mucho tiempo
una verdadera sonrisa se dibujaba en mis labios, una sincera. Comprendía que mi
sonrisa se debía a aquella extraña sensación que me rodeaba. La sensación de
libertad.
No recordaba nunca haberme
sentido así, sin preocupaciones. Sentir que nada importa más que yo mismo. En
aquel extraño y solitario paraje me sentía vivo. Entonces aparecieron frente a
mí imágenes de mi vida. Imágenes de mis numerosos paseos en donde creía escapar
de todo, donde me sumergía en la música que exhalaban los audífonos y caminaba
sin dirección. Observé mi rostro, mi expresión en cada una de esas caminatas,
noté la ausencia de vida en él, la falta de emociones y sobre todo la falta de
una sonrisa. El ceño fruncido que se dibujaba en aquel almácigo de ojos, nariz
y boca me produjeron repulsión. ¿Cómo era posible que anduviera por ahí sin ser
capaz de darme cuenta de todo lo que me rodeaba, sin ser capaz de sonreírle al
mundo?
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