viernes, 17 de noviembre de 2017

Un paso

Al borde del precipicio, en la azotea del edificio más alto. A un paso del fin del mundo. El sol se oculta poco a poco en el horizonte, bañando el cielo con luces de tono naranja y rosa. Las nubes parecen cortinas que filtran la luz, evitando que dañe mis ojos, permitiéndome disfrutar de aquel espectáculo.
El fuerte viento me mece, ahí en las alturas. Pero mantengo mis pies firmes. Respiro profundamente, absorbiendo el aire frío, sintiendo como adormece mis pulmones. Cierro los ojos, vuelvo a tomar una bocanada de aire. Por un instante me falla el equilibrio y doy un paso al costado. Mis piernas se tensan. El corazón se me acelera.
A un paso del fin.
Me toma unos minutos calmarme. Agacho la cabeza y mi mirada se pierde en el vacío. Seres sin vida ni destino se mueven ahí abajo. Yendo de un lado a otro, como hormigas. Los observo unos minutos, recordando que yo también estuve atrapado en ese círculo vicioso. Recuerdo mí derrota.
A un paso del comienzo.
El sol ya va a mitad de camino en su mágico descenso, cediendo, poco a poco, terreno a la oscuridad. Las sombras de todo lo que me rodea se proyectan con formas alargadas, como una mano que se extienden en busca de algo, cubriendo lentamente la realidad, como queriendo atrapar los últimos atisbos de luz que se esfuerzan por aferrarse a este mundo.
Pienso en todo y en nada al mismo tiempo. Mi mente se atiborra de recuerdos que creía olvidados. Momentos, personas, sentimientos. El corazón me da un vuelco. Mi respiración se acelera. Las manos me sudan. Recuerdo conversaciones, risas, gritos.
Miro hacia atrás, buscando esperanza, pero el mundo se encuentra en tinieblas. La oscuridad casi lo ha consumido todo. Vuelvo mi mirada al frente y veo como el sol se despide detrás de la montaña. Los últimos rayos de sol me alcanzan mientras este desaparece completamente.
Siento que el tiempo transcurre más lento. Siento el viento en mi rostro. Pienso que esta vez he fallado. Pero tengo otra oportunidad. Es hora de comenzar de nuevo.
Lágrimas.
Sonrisa.
Un paso.


domingo, 5 de octubre de 2014

Una copa de vino

Sentado en el sofá miro por la ventana. El sol comienza a desaparecer tras las gloriosas montañas. La luz decadente me da de lleno en los ojos, siento como una gota de sudor resbala por mi sien. Hace calor.
Hace tres semanas que el verano comenzó y no nos da tregua. Las sofocantes temperaturas hacen añorar el invierno.
Bajo la vista hacia el libro que estaba leyendo. Un torrente de satisfacción recorre mi mente. Estaba por llegar al clímax de la historia cuando el calor de la habitación me distrajo. 

Aún con las ventanas abiertas y usando ropa delgada el sudor hacía acto de presencia. El verano recién comienza, pensé, aún quedan varios meses de agonizante tortura.
El viento tibio que entraba por la ventana no hacía más que acentuar mi incomodidad. Sentía la boca seca.

No podía concentrarme nuevamente en la lectura. Una gota de sudor cayó sobre la página del libro. Esta la absorbió como si estuviera tan sedienta como yo.

Con la respiración una tanto agitada, producto de la sofocante sensación que existía en la estancia, dirigí mis mirada hacia el pequeño mostrador de madera que había en mi estudio. Observé las copas relucientes que reflejaban la luz del sol en diminutos destellos que aturdían los sentidos. Se me ocurrió una idea. Llamé a mi empleada y le pedí que me trajera la botella de vino más fría que hubiera en la casa.
Sentí como los pasos bajaban al subterráneo, hacia la bodega. Los peldaños de la escalera crujían con cada paso.
Al fin llegó ante mi una botella de vino blanco, resplandeciente como el sol. Pedí a la muchacha que se retirara antes de que se ofreciera a servirme una copa. Quería sentir por mi mismo el frío cristal bajo mis dedos al llenar el recipiente.
La botella estaba helada, una sensación de gratitud acudió a mi. Sentí el frío en mis dedos al verter el contenido de la botella en la copa.
Me saboreé los labios. Acerqué el vaso a mi boca y bebí. Sentí el amargo y a la vez dulce sabor en mi boca. Un ardor agradable se deslizó por mi garganta al tragar. El frío brebaje se deslizó hasta mi estómago, a través de mi pecho, liberándome, por un par de segundos, del insoportable calor.

Volví a retomar el libro tras dejar la copa en la pequeña mesa junto a mi. El héroe de la historia estaba a punto de enfrentarse con el villano. La intriga me carcomía el alma. Llevaba dos semanas leyendo aquel libro y hoy, por fin, lo terminaría. Pero había algo que me distraía. El calor.

Las cortinas se agitaban sin cesar a causa del viento, pero este no era más que un fluido tibio y sofocante.

Esta vez sentí el sudor en mi cuello. Volví a mirar la copa de vino, impaciente. Otro trago no me haría mal. No acostumbraba a beber, pero hoy era más que necesario. Me llevé la copa a los labios. Volví a sentir el amargo (aunque ya no tanto) sabor en mi boca. Sin darme cuenta, me bebí todo el contenido.
Qué más da, pensé. Las bodegas están atestadas de vino que nadie disfruta. Las botellas solo se abren cuando alguien importante osa pisar esta casa, y eso no ocurre con frecuencia.
Con entusiasmo alcé nuevamente la botella  y volví a llenar mi copa. Bajé el brebaje a la mitad antes de retomar la lectura.

Las letras bailaban ante mis ojos. La ira de los personajes se dibujaba en cada párrafo junto con la pena de los inocentes. Linea tras linea seguí leyendo, adentrándome en aquel mundo.
A cada página que pasaba, un trago. Cuando me percaté, la botella ya estaba vacía. Mandé a buscar otra.

Me puse de pie y fui a buscar una copa más grande. No había tiempo que perder, quedaban diez páginas de aventuras.

Llené el recipiente. Un tercio de la botella desapareció.

El calor me acechaba. Sentía su abrazo, me escocía la piel. El sudor afloraba en mi frente mientras el alcohol hacía una fiesta en  mi cabeza.
Vi como los personajes del libro se movían ante mis ojos. Estaban vivos. Parados frente a mi, hechos solo de letras, sentía sus corazones palpitar mientras las lineas pasaban ante mi vista. En sus venas no circulaba sangre, era tinta lo que les daba vida.

Cinco páginas... un trago.

Cuatro páginas... un trago.

Tres páginas... un trago.

El héroe de la historia había muerto. Aquella historia no tenía un final feliz.

Eso me gustó.

La historia era realista. El bien no triunfa siempre.

Una página.

El villano celebra. Grita a los cuatro vientos, haciendo alarde de su victoria. El bando perdedor se sume en la tristeza. Se les vienen tiempos difíciles.

Pobres desgraciados.

Leo la última frase con una sonrisa en los labios. Cierro el libro, le acaricio el lomo. Vuelvo a leer el título.
Dejo el libro sobre la mesa junto a la copa de vino a medio llenar. La botella está vacía. Pido la tercera.
El sol termina de esconderse en el horizonte, provocando que la realidad se vuelva tenue y sombría. Los ojos me pesan.

La botella llega, se abre y rellena el vacío de mi copa.

Agito el contenido, lo huelo. Siento el dulzor recorriendo mis fosas y los últimos rayos de sol golpeando mi rostro.

Río. Bebo.






miércoles, 17 de septiembre de 2014

Realidades

Nuestras realidades atraviesan circunstancias distintas, pero de vez en cuando convergen en pequeñas singularidades que provocan que el presente se distorsione y se disgregue haciendo que todo parezca irreal. El tiempo discurre ante mis ojos y me emboba la mente, aturde mis sentidos. Nuestro encuentro provoca destellos de irracionalidad e incomprensión que parecen solo afectarme a mí. 

Las personas alrededor se desmaterializan, son meras sombras que dibujan trazos opacos sobre un suelo que sustenta el presente, trazos que se esfuman con cada paso.

Las palabras fluyen, se mueven, viajan, surcan el aire hasta nuestros oídos produciendo risas, miradas y más palabras. Palabras contra palabras.

Los labios gesticulan, los ojos se mueven. Nuestras miradas se encuentran en varias ocasiones, solo duran un segundo, pero estremecen al mundo. 

El tiempo sigue corriendo.

Caminamos sin rumbo bajo la sombra de los árboles sin notar como nuestras realidades comienzan a separarse. Las horas se dispersan, me golpean en el rostro, me recuerdan que este encuentro es algo fortuito, que podría ser el último, que nuestras realidades podrían no encontrase nuevamente. Eso me distrae. Cuando logro reaccionar la distancia es tan grande que las palabras se ahogan en el silencio sin importar qué tan alto grite. El silencio me aturde los oídos. El silencio me acompaña y me hace sentir solo.

La distancia destruye poco a poco la pequeña y breve realidad que nos unió.

Tal vez existan realidades que no pueden compartir ni tiempo ni espacio.

viernes, 27 de junio de 2014

Informativo #2

Hoy les traigo una nueva reseña, esta vez se trata de "El Gen: Las ruinas de Magerit", una grandiosa novela escrita por Covadonga González-Pola. Los animo a visitar la sección de Reseñas Literarias y leerla.



lunes, 2 de junio de 2014

Guerra en el micromundo

Autora: Victoria Gallardo





En una junta de vecinos que se celebra sobre una hoja en la villa “El Jardín”, Olga expuso la situación que la aqueja hace ya más de 2 meses. Una banda de parásitos, conocidos como “Los Chupasangre”, la ha estado molestando. 
Sus amigas intentan calmarla y la aconsejan.

- Cálmese Olguita, no se ponga nerviosa -dice Ortega.

- ¡Claro! ¡Cómo no están en su casa! -responde Olga.

- Olga no es necesario que le levantes la voz a don Orteguita -dice Barbie con su voz de pito,mientras consuela a Ortega.

- Tu siempre consolando a don Ortega ¿no es cierto, Barbie? -continua Olga intrigante.

- ¿Qué estás insinuando Olga? -pregunta Barbie.

- ¿Yo? Nada…

Aquí comienza el  típico “Todos contra todos”, característico de estas juntas.

- ¡Hay que desbaratar esa banda! ¡Pero ya! ¡Yo los voy a sacar a todos a patadas de aquí! -exclamó Palmito muy ofuscado.

- ¿A qué hora hablamos de los mata malezas que tiraron? ¡Algunas plantas se están secando! -grita Vera

- ¿Y qué me dice del problema del agua? -interroga Chascona.

- ¡Yo sé de alguien que nos puede ayudar! -grita Lila.

- ¡Silencio todos! ¡Aquí vinimos a resolver el problema, no a crear otro! -vocifera Chascona. Todos se quedan callados y miran a Lila.

- ¡Habla pues, Lila, no te quedes callada! ¿Quién nos puede ayudar?  -pregunta Vera.

- Bueno…no la conozco en persona, pero sé que combate a “Los Chupasangre” hace mucho tiempo y los ha echado de otras villas…Es la China María, vive en un plátano oriental y se que nos puede ayudar con el problemita. Yo podría ir a buscarla, claro si a ustedes no les molesta.

- ¡Noooo…para nada! -responden todos

- ¡Perfecto! ¡Yo me ofrezco para acompañarte Lila! -dice Palmito cerrándole el ojo y tomándola por la cintura.

- No…no es necesario, mejor quédate y cuida la villa junto a don Ortega, mira que las niñas van a necesitar de un hombre fuerte y robusto que las cuide -agrega Lila, alejándose de Palmito.

- ¡Eso vamos a hacer! ¡Se cierra la asamblea! -brama Chascona.

Los vecinos se organizan para cuidar la villa, entretanto, Lila, sale a buscar a la China María.




- ¡¿Dónde vive esa China?! ¡A ver…en el barrio Li Min Ho, en la espora del plátano oriental, entre la palmera peluda y el muro con pintura descascarada, frente al muro celeste! ¡Oich! ¡Qué complicado! -vocifera Lila sentada en la corteza de un árbol.

- ¡Señorita! ¡Señorita! ¿Le puedo ayudar? -pregunta León, un niño que jugaba por ahí.

- No, no creo, eres apenas un niño, qué me vas ayudar tú -dice Lila

- Pero señorita, tiene que darle la vuelta al árbol y va llegar -continua León.

- ¿Enserio? -pregunta Lila, y sale corriendo.

- ¡Qué despistada esta señorita! -dice León mientras se aleja riendo.



- ¡Ahí está la casa!

Lila sube el árbol y toca efusivamente la puerta.

- ¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡¿Quién viene a importunar la alegría del hogar?! -exclama María.

- ¿Señorita, es usted la China María? -preguntó tímidamente Lila.

- Si, yo soy -contestó María, mirando hacia los alrededores de su casa, cuando de pronto Lila entra sin permiso y se sienta en su sillón con tapiz de flor.

- ¡Niña!¿Qué quiere?¿Quién es usted?¿Por qué entra así a mi casa? -exclama María, muy enojada.

- Disculpe señorita ¡Es que ya no sabemos que hacer en la villa! -dijo Lila.

- Bueno, empiece por decirme ¿Quién es usted? -pregunta María, tratando de calmar a Lila.

- Bueno…yo soy Lila, vivo en la villa “El Jardín”. Señorita China María, mis amigas están aterrorizadas, usted es la única que puede ayudar a deshacernos de la banda de “Los chupasangre” ¡Usted es nuestra última esperanza! -señaló Lila, mientras veía a la China pulir su armadura de aluminio y arreglaba su espada, una astilla.

- ¡Los Chupasangre! Haberlo dicho antes ¡Esas alimañas come sabia!¡Por supuesto que le voy ayudar! ¡Vamos de inmediato!

La China, silva para llamar a su amigo Corsel,  un perro Poodle que la acompaña siempre en sus misiones. La heroína le ordena a Lila saltar sobre la espalda de Corsel. Esta salta sin ningún inconveniente, en cambio, la China sufre un accidente cuando un auto pasa y la encandila con sus luces, haciendo que caiga en un huevo que estaba reventado en el suelo.

- ¡Ayudenme a Salir de aquí! ¡Corsel! -chilla María, dentro de una burbuja de huevo.

- ¡Oye perrito, tenemos que ayudar a la China! Pero¿Cómo? -dice Lila.

El perro le da una sola lamida al viscoso huevo que yacía estrellado en la vereda y libera a la Chinita, retomando así el rumbo a la villa “El Jardín”, donde los malandrines hacían de las suyas.
Los imparables atraviesan una infinidad de paisajes, desde lugares llenos de lombrices hasta finos restaurantes. En esta travesía ven mil cosas tiradas en la acera, como plátanos a medio podrir, monedas, inclusive tuvieron un contratiempo con una niña de cabello largo que quería jugar con Corsel. Luego de todos esos incidentes lograron llegar a la villa “El Jardín”, donde vieron a un grupo de chanchitos blancos y les preguntaron:

- ¿Niños han visto a Olga o a los otros vecinos?

- Tía todos los vecinos están encerrados en sus casas, por culpa de  “Los chupasangres” y de don Felipe Morris -contestan los niños.

- Y ustedes ¿Por qué están aquí? ¡Deberían estar en sus casas! ¡Esos tipos son peligrosos!... Y me pueden decir ¿Quién es ese tal Felipe Morris? -pregunta Lila.

- No pasa nada tía, ellos no se meten con nosotros. ¡Jajaja!-rieron -no saben ¿Quién es Felipe Morris?

- ¡Yo se quien es ese Felipe Morris, y se las va a ver conmigo ese cretino! -dice China María, mientras Lila correteaba a los niños.

- Olga debe tener su casa infestada de alimañas -exclama Lila, preocupada.




La China entra sola a la casa de Olga, desenfunda su espada y se lanza sobre todo pulgón que ve. Atraviesa a los bichos cual brochetas. La sangre verde del enemigo cubre las paredes de la casa. 
Camina por el pasillo para llegar a la habitación principal donde supone debe estar Felipe Morris, un antiguo amor de juventud que la lastimó con su humo tóxico y la abandono a su suerte en un desague lleno de cigarros. Lo que no suponía la China María, es que Felipe tenía de prisionera a Olga.

- ¡Felipe! ¡Deja a esa flor! -gritó María -¿Qué estas haciendo aquí? 

- Estoy con una amiga, querida. no te pongas celosa -responde Felipe mientras aprieta las amarras de Olga.

- Felipe ¿ya me olvidaste querido? -pregunta La China, mirando hacia la ventana y preparando sus alas para lanzarse sobre Felipe.

- Por supuesto que no -dice Felipe, bajando el rostro, asombrado.


En ese mismo instante, la China María saltó sobre Morris, lo abrazó con sus pequeñas patitas y salieron los dos eyectados por la ventana.

La China soltó a Felipe y este cayo lentamente al abismo. 





martes, 20 de mayo de 2014

Informativo #1

Acabo de habilitar una nueva sección de reseñas literarias donde iré publicando referencias sobre historias de páginas amigas. Estas irán con sus respectivos enlaces en caso que les interesen.
Como primera reseña les traigo "Rondas en Compañía", los invito a leerla.

De paso dejo a disposición de los interesados mi blog para aquellos que quieran que publique reseñas de sus historias a que se contacten conmigo y así con esto puedan obtener más lectores.

Espero que se animen, saludos.

domingo, 18 de mayo de 2014

El gato de mi habitación

Una noche, como tantas otras donde el sueño me abandonaba, permanecí recostado sobre mi cama, abrigado bajo el cálido calor de la lámpara de noche y acompañado de un buen libro. Así estuve un par de horas hasta que mis ojos, agotados por las aventuras y desventuras, comenzaron a cerrarse por cuenta propia.

Desperté de un sobresalto, con el libro apoyado en mi pecho y la última escena del libro aún en mi mente. Al fin el sueño se había dignado a posarse en mis ojos. Dejé el libro en la mesita de noche. Me acomodé en mi cama, dispuesto a dormir. Estiré el brazo para apagar la lámpara cuando veo, frente al armario, a un pequeño gato blanco, sentado, lamiendo plácidamente una de sus patas.

Lo quedé mirando fijamente, él hizo lo mismo. Tal vez fuese el cansancio de mis ojos el que hacía parecer al gato casi como un dibujo difuminado. Tras un momento, aquel visitante siguió con la tarea de lamerse el terso pelaje. Lo primero que pensé fue que olvidé cerrar una ventana. Sabía que si me levantaba el sueño me abandonaría, así que decidí dejar al pequeño intruso por esa noche dentro de la habitación. Además, la noche era cálida y la brisa nocturna podría refrescarme. Una vez sumido en la oscuridad de la noche no pude evitar alzar la cabeza para vigilar al gato. Seguía  en el mismo lugar, pero esta vez miraba fijamente hacia mi cama sin hacer nada más. Volví a apoyar mi cabeza sobre la almohada. Luego de un rato logré dormir plácidamente.

Al otro día busqué al gato por todos lados, asegurándome que se hubiese salido durante la noche. Al no dar con él, supuse que se habría ido. Me dirigí a la ventana para cerrarla, pero esta estaba cerrada. ¿Cómo logró entrar el gato entonces? Pasaba la mayor parte del día fuera de casa, y más de una vez olvidaba de cerrar las ventanas, así que tal vez llevara tiempo dentro de mi habitación sin que me hubiera dado cuenta. Pero aún así el gato no estaba. A menos que aquel animal fuera capaz de hacerse invisible o de abrir la puerta que da al pasillo no encontraba otra explicación.

La idea de que un animal estuviera viviendo en mi casa sin yo saberlo, por alguna razón, me perturbó. Tenía que encontrarlo, pero se me hacía tarde para ir al trabajo. Tendría que dejar aquella tarea para cuando volviera. No alcanzaba a tomar desayuno por lo que tuve que irme con el estómago vacío. ¡Condenado gato!

Al llegar por la noche recorrí cada una de las habitaciones en busca del gato, sin suerte. Pensé que tendría algún escondite que ni yo era capaz de encontrar. Antes de ir a la cama, fui a la cocina y abrí una lata de atún, la última que me quedaba, y serví un poco de leche en un pequeño plato. Luego los llevé hasta mi cuarto y los puse frente al armario, justo donde vi al intruso por primera vez la noche anterior.
Nuevamente el sueño me era reacio, por lo que aquel libro desvencijado sería mi compañero nuevamente. A pesar de que era un muy buen libro, esa noche no pude concentrarme en la lectura. Tenía que releer una y otra vez las frases. Devolverme párrafos completos porque perdía el hilo de la historia. Todo porque cada cierto rato levantaba la vista para ver si se había dignado a aparecer el méndigo gato. Opté por dejar el libro a un lado y apagar la luz. Quizá la oscuridad fuera más propicia para que el intruso saliera a escena. Me mantuve expectante no sé por cuanto tiempo, pero no asomaba ni un bigote. Había cerrado la ventana ya que quería atraparlo y así convencerme de que era real, porque siendo sincero aún no estaba seguro. A lo mejor el sueño me jugó una mala pasada y me hizo ver cosas que no eran. Además, cómo era posible que un animal de sus dimensiones hubiera pasado desapercibido considerando que llevaría a lo menos dos días dentro de mi casa.

Dándole y dándole vueltas al asunto me dormí. Desperté un par de horas después por un ruido. ¡El gato! Pensé. Prendí rápidamente la luz y miré hacia el armario, pero solo vi la lata de atún y el platillo vacío. Miré el reloj, serían las cuatro de la mañana en unos minutos. Los ojos me pesaban así que decidí volver a dormir. No sé cuánto tiempo pasó pero me desperté sintiendo una presión en el estómago. Aún con los ojos cerrados note que la presión subía hasta llegar a mi pecho. Una luz blanquecina me llegaba a través de mis párpados cerrados. Comencé a sentir miedo, mi respiración se agitó y comencé a sudar. Poco a poco abrí mi ojo izquierdo, frunciendo el ceño como quien mira al sol.

Ahí estaba, sobre mi pecho, blanco y radiante, mirándome con sus ojos aleonados color verde intenso. Aún a esa distancia parecía un dibujo. Sus bordes eran suaves pero difusos, como si hubiera sido pintado a carboncillo. De pronto bostezó, abriendo efusivamente sus fauces, dejando al descubierto sus enormes y afilados colmillos. Acto seguido sacudió su cabeza como una forma de desperezarse. Luego se erguió sobre sus cuatro patas y acercó su cabeza a la mía. Acercó su nariz mientras olfateaba, bajando y subiendo su cabeza, mientras movía su cola de manera circular. En ese punto y con sus patas delanteras en la base de mi cuello prácticamente no podía respirar. No me podía mover mientras estaba siendo asfixiado por un gato ¡qué locura!

Sentía el aire entrar y salir de la rosada nariz y el suave roce de los bigotes. Poco a poco la imagen se me tornó más y más borrosa. Justo antes de perder el conocimiento, el gato lamió, con su áspera lengua, mi fría nariz.

Desperté desorientado y con los ojos doloridos por la luz que entraba por la ventana. Llevé instintivamente mis manos a mi pecho. No sentía molestia alguna. Me incorporé lentamente mientras miraba hacia todos lados. ¿Qué había sucedido con el gato?

Me levanté y acerqué, todavía un poco confundido, al armario. Busqué el tarro vacío de atún y el platillo, pero no los encontré. Mire bajo la estructura de madera y bajo la cama, pero habían desaparecido. No entendía que estaba pasando. Fui hasta la cocina, abrí el mueble de donde la noche anterior había sacado la lata y cuál fue mi sorpresa al encontrarla ahí aún cerrada. Fui en busca del platillo, y al igual que el atún, se encontraba guardado, limpio y seco, sin rastros de haber sido ocupado. Me senté desconcertado con la mirada perdida. No entendía nada. Miré al calendario. Era domingo. ¿Domingo? Eso significaba que ayer no podría haber ido a trabajar. ¿Había soñado los dos últimos días?

Volví a mi habitación y me senté en la cama. Y ahí me quedé todo el día.

Recién cuando ya se había ido la luz del sol y solo se distinguían sombras, estiré mi brazo y encendí la lámpara. La luz invadió la habitación ahuyentando a las sombras. Me recosté con la mirada hacia el techo y pensé en el gato. Todo me había parecido tan real. De pronto, una lágrima escurrió desde mi ojo derecho hasta mi oreja y luego hasta mi almohada. Sentí un nudo en la garganta y sin más comencé a llorar. Puse los brazos cruzados sobre mi cabeza mientras daba rienda suelta a mi lamento.


No lo podía creer, extrañaba al maldito gato.




sábado, 17 de mayo de 2014

Este amor no correspondido, que me atormenta cada día, se ha tornado insoportable. Camina de mi mano y se cuela entre mis sábanas. Me arropa por las noches y me despierta en las mañanas. Este sentimiento que tú has despreciado te extraña y te llama. Arde en el pecho como el fuego en la hoguera y tu pensamiento lo alimenta. Este amor, alérgico a las miradas y las sonrisas, a las palabras que no nos decimos y a los abrazos que no nos damos, muere en nuestros labios, que no se tocan.    

Sensaciones

Y ahí estaba, como todos los días, lamentándome frente al espejo. Miraba aquellos ojos sin emoción, las notorias ojeras producto de las noches en vela, la barba crecida que rodeaba aquella boca que hace tiempo no sabía de una sonrisa. El rostro carente de emoción frente al que me encontraba no hacía nada más que causarme repulsión. Pensaba si, en algún otro lugar, existiría alguien tan patético y cobarde como yo. Sentía en mi interior las ganas apremiantes de gritarle a ese tipo que despertara. Que sacase la voz, que luchara por lo que quería, que viviera.
Sentí compasión de mi mismo. Me aleje de mi reflejo antes que las lágrimas asomaran, cargadas de resentimientos. Ya en mi habitación me recosté  e intenté pensar en otra cosa, pero no lo logre. Tal como cada noche mis pensamientos iban y venían. Cerrando los ojos para intentar dormir me puse a pensar en lo que me rodeaba, en todo lo que tenía y en la gente a la que conocía. Suspiré, ya que como siempre de nada me servía. Sentí una brisa de aire que me hizo reaccionar. La ventana pensé. Me senté en la cama, aún con los ojos cerrados, dispuesto a ponerme de pie para cerrarla. Puse ambas manos sobre mi cara y ahogue un bostezo. Abrí los ojos y me encontré en medio de una pradera, tan grande que se perdía en el horizonte. Con una calma sorprendente miré a mí alrededor. Alcé la vista al cielo rojizo del atardecer. Respiré profundamente, sintiendo cómo el aire entraba por mi nariz y viajaba hasta mis pulmones mientras mi tórax se ensanchaba.
Me agaché para tocar la hierba bajo mis pies, para sentir el olor a tierra y para darme cuenta de lo real que era todo. De alguna forma sabía que no era un sueño, pero tampoco era real. Me senté un momento para intentar pensar, y fue ahí cuando me di cuenta de la extraña sensación que me invadía. No sentía el peso las obligaciones ni las deudas, sentía que nada era más importante en ese momento que el simple hecho de estar sentado ahí. Que no importaba nada cuanto ocurriera. Una extraña tensión, aunque familiar, surcó mi rostro. Mis pómulos se habían levantado y mi boca entre abierta dejaba ver mis dientes. Acerqué mis manos a mi rostro para comprender lo que sucedía. Estaba sonriendo. Por primera vez en mucho tiempo una verdadera sonrisa se dibujaba en mis labios, una sincera. Comprendía que mi sonrisa se debía a aquella extraña sensación que me rodeaba. La sensación de libertad.

No recordaba nunca haberme sentido así, sin preocupaciones. Sentir que nada importa más que yo mismo. En aquel extraño y solitario paraje me sentía vivo. Entonces aparecieron frente a mí imágenes de mi vida. Imágenes de mis numerosos paseos en donde creía escapar de todo, donde me sumergía en la música que exhalaban los audífonos y caminaba sin dirección. Observé mi rostro, mi expresión en cada una de esas caminatas, noté la ausencia de vida en él, la falta de emociones y sobre todo la falta de una sonrisa. El ceño fruncido que se dibujaba en aquel almácigo de ojos, nariz y boca me produjeron repulsión. ¿Cómo era posible que anduviera por ahí sin ser capaz de darme cuenta de todo lo que me rodeaba, sin ser capaz de sonreírle al mundo?

Ganas de existir

¿Por qué contener las palabras cuando estas nos ahogan y nos comprimen el pecho queriendo salir lo más rápido posible por la boca? ¿Por qué las detenemos cuando nos golpean la garganta, y en vez de liberarlas las engullimos esperando que se acallen? ¿Por qué tener miedo a hablar, a decir lo que se piensa y peor aún, tener miedo de decir lo que se quiere decir? Las palabras son armas poderosas. Pueden herir y pueden sanar. Son el mejor de los consuelos y el peor de los tormentos.
Mucho tiempo viví temiendo a las palabras que mi lengua podía articular, aunque con el tiempo comprendí que no le temía a mis palabras, entendí que le temía a las palabras que recibiría de vuelta. A la respuesta.

Pero el tiempo también me enseño que el miedo nada importa. Me enseñó que no decir lo que piensas equivale a no existir. Y hoy más que nunca tengo ganas de existir…