Volví a aquellos
tiempos en que la inocencia aún circulaba por mis venas. Me vi pequeño e
indefenso. Por esos días en mi cabeza solo existían ideas infantiles. Jugar,
jugar y jugar. Las preocupaciones no perturbaban mi mundo. Unos años más tarde,
mi mente se abría a nuevas ideas, a nuevos horizontes. La inocencia poco a poco
se fue mitigando, haciéndose cada vez más débil hasta que solo fue un recuerdo.
Me vi a mismo cometer error tras error. Me avergoncé de mi persona por tantas
cosas que dije sin pensar. Sentí pena de las veces que me vi llorar y sufrir
por lo que ahora considero una tontería. Quizá, por aquel entonces, le di
demasiada importancia a aquello.
En el camino conocí la
amistad, el amor y el odio. Llegaron a mi vida personas valiosas con las que
compartí y disfruté. Atesoré momentos inolvidables. Aprendí a confiar y a
desconfiar. También aprendí a valorar a las personas por lo que eran y no por
lo que tenían. Averigüé lo que era el amor, aquel sentimiento impredecible y
misterioso que así como nos alegraba nos entristecía. Sucumbí a sus encantos y
sufrí las consecuencias. Vislumbré como el odio nacía en mi interior, pero
antes que tomara forma lo deseché. No creo tener la capacidad de odiar a
alguien. Hasta el día de hoy he perdonado a cada persona que me pudo causar
daño alguno, ya sea de forma intencional o no.
Haciendo un recuento de
lo que soy hasta ahora, creo haber aprendido muchas cosas y otras tantas que,
quizá, no quise aprender. Creo haber aprendido de cada uno de mis errores.
Disfruto de cada momento, pues todos son valiosos, y más aún cuando estoy con
las personas que yo he elegido para que sean parte de mi realidad.
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