domingo, 18 de mayo de 2014

El gato de mi habitación

Una noche, como tantas otras donde el sueño me abandonaba, permanecí recostado sobre mi cama, abrigado bajo el cálido calor de la lámpara de noche y acompañado de un buen libro. Así estuve un par de horas hasta que mis ojos, agotados por las aventuras y desventuras, comenzaron a cerrarse por cuenta propia.

Desperté de un sobresalto, con el libro apoyado en mi pecho y la última escena del libro aún en mi mente. Al fin el sueño se había dignado a posarse en mis ojos. Dejé el libro en la mesita de noche. Me acomodé en mi cama, dispuesto a dormir. Estiré el brazo para apagar la lámpara cuando veo, frente al armario, a un pequeño gato blanco, sentado, lamiendo plácidamente una de sus patas.

Lo quedé mirando fijamente, él hizo lo mismo. Tal vez fuese el cansancio de mis ojos el que hacía parecer al gato casi como un dibujo difuminado. Tras un momento, aquel visitante siguió con la tarea de lamerse el terso pelaje. Lo primero que pensé fue que olvidé cerrar una ventana. Sabía que si me levantaba el sueño me abandonaría, así que decidí dejar al pequeño intruso por esa noche dentro de la habitación. Además, la noche era cálida y la brisa nocturna podría refrescarme. Una vez sumido en la oscuridad de la noche no pude evitar alzar la cabeza para vigilar al gato. Seguía  en el mismo lugar, pero esta vez miraba fijamente hacia mi cama sin hacer nada más. Volví a apoyar mi cabeza sobre la almohada. Luego de un rato logré dormir plácidamente.

Al otro día busqué al gato por todos lados, asegurándome que se hubiese salido durante la noche. Al no dar con él, supuse que se habría ido. Me dirigí a la ventana para cerrarla, pero esta estaba cerrada. ¿Cómo logró entrar el gato entonces? Pasaba la mayor parte del día fuera de casa, y más de una vez olvidaba de cerrar las ventanas, así que tal vez llevara tiempo dentro de mi habitación sin que me hubiera dado cuenta. Pero aún así el gato no estaba. A menos que aquel animal fuera capaz de hacerse invisible o de abrir la puerta que da al pasillo no encontraba otra explicación.

La idea de que un animal estuviera viviendo en mi casa sin yo saberlo, por alguna razón, me perturbó. Tenía que encontrarlo, pero se me hacía tarde para ir al trabajo. Tendría que dejar aquella tarea para cuando volviera. No alcanzaba a tomar desayuno por lo que tuve que irme con el estómago vacío. ¡Condenado gato!

Al llegar por la noche recorrí cada una de las habitaciones en busca del gato, sin suerte. Pensé que tendría algún escondite que ni yo era capaz de encontrar. Antes de ir a la cama, fui a la cocina y abrí una lata de atún, la última que me quedaba, y serví un poco de leche en un pequeño plato. Luego los llevé hasta mi cuarto y los puse frente al armario, justo donde vi al intruso por primera vez la noche anterior.
Nuevamente el sueño me era reacio, por lo que aquel libro desvencijado sería mi compañero nuevamente. A pesar de que era un muy buen libro, esa noche no pude concentrarme en la lectura. Tenía que releer una y otra vez las frases. Devolverme párrafos completos porque perdía el hilo de la historia. Todo porque cada cierto rato levantaba la vista para ver si se había dignado a aparecer el méndigo gato. Opté por dejar el libro a un lado y apagar la luz. Quizá la oscuridad fuera más propicia para que el intruso saliera a escena. Me mantuve expectante no sé por cuanto tiempo, pero no asomaba ni un bigote. Había cerrado la ventana ya que quería atraparlo y así convencerme de que era real, porque siendo sincero aún no estaba seguro. A lo mejor el sueño me jugó una mala pasada y me hizo ver cosas que no eran. Además, cómo era posible que un animal de sus dimensiones hubiera pasado desapercibido considerando que llevaría a lo menos dos días dentro de mi casa.

Dándole y dándole vueltas al asunto me dormí. Desperté un par de horas después por un ruido. ¡El gato! Pensé. Prendí rápidamente la luz y miré hacia el armario, pero solo vi la lata de atún y el platillo vacío. Miré el reloj, serían las cuatro de la mañana en unos minutos. Los ojos me pesaban así que decidí volver a dormir. No sé cuánto tiempo pasó pero me desperté sintiendo una presión en el estómago. Aún con los ojos cerrados note que la presión subía hasta llegar a mi pecho. Una luz blanquecina me llegaba a través de mis párpados cerrados. Comencé a sentir miedo, mi respiración se agitó y comencé a sudar. Poco a poco abrí mi ojo izquierdo, frunciendo el ceño como quien mira al sol.

Ahí estaba, sobre mi pecho, blanco y radiante, mirándome con sus ojos aleonados color verde intenso. Aún a esa distancia parecía un dibujo. Sus bordes eran suaves pero difusos, como si hubiera sido pintado a carboncillo. De pronto bostezó, abriendo efusivamente sus fauces, dejando al descubierto sus enormes y afilados colmillos. Acto seguido sacudió su cabeza como una forma de desperezarse. Luego se erguió sobre sus cuatro patas y acercó su cabeza a la mía. Acercó su nariz mientras olfateaba, bajando y subiendo su cabeza, mientras movía su cola de manera circular. En ese punto y con sus patas delanteras en la base de mi cuello prácticamente no podía respirar. No me podía mover mientras estaba siendo asfixiado por un gato ¡qué locura!

Sentía el aire entrar y salir de la rosada nariz y el suave roce de los bigotes. Poco a poco la imagen se me tornó más y más borrosa. Justo antes de perder el conocimiento, el gato lamió, con su áspera lengua, mi fría nariz.

Desperté desorientado y con los ojos doloridos por la luz que entraba por la ventana. Llevé instintivamente mis manos a mi pecho. No sentía molestia alguna. Me incorporé lentamente mientras miraba hacia todos lados. ¿Qué había sucedido con el gato?

Me levanté y acerqué, todavía un poco confundido, al armario. Busqué el tarro vacío de atún y el platillo, pero no los encontré. Mire bajo la estructura de madera y bajo la cama, pero habían desaparecido. No entendía que estaba pasando. Fui hasta la cocina, abrí el mueble de donde la noche anterior había sacado la lata y cuál fue mi sorpresa al encontrarla ahí aún cerrada. Fui en busca del platillo, y al igual que el atún, se encontraba guardado, limpio y seco, sin rastros de haber sido ocupado. Me senté desconcertado con la mirada perdida. No entendía nada. Miré al calendario. Era domingo. ¿Domingo? Eso significaba que ayer no podría haber ido a trabajar. ¿Había soñado los dos últimos días?

Volví a mi habitación y me senté en la cama. Y ahí me quedé todo el día.

Recién cuando ya se había ido la luz del sol y solo se distinguían sombras, estiré mi brazo y encendí la lámpara. La luz invadió la habitación ahuyentando a las sombras. Me recosté con la mirada hacia el techo y pensé en el gato. Todo me había parecido tan real. De pronto, una lágrima escurrió desde mi ojo derecho hasta mi oreja y luego hasta mi almohada. Sentí un nudo en la garganta y sin más comencé a llorar. Puse los brazos cruzados sobre mi cabeza mientras daba rienda suelta a mi lamento.


No lo podía creer, extrañaba al maldito gato.




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